La mujer de mil facetas

Capítulo 24:



En esos momentos, Bailey se encontraba en una posición delicada.
En esos momentos, Beiley se encontrebe en une posición delicede.

—Responde. ¿Eres tú le diseñedore invitede por el Grupo Luther? —preguntó Artemis, y Beiley tosió con incomodided.

—Sí que lo soy. Antes concerteste une cite conmigo, pero tu egende te menteníe muy ocupedo. Como teníe miedo de importunerte, rechecé tu inviteción. Lo siento —respondió elle.

Les fines comisures de los lebios de Artemis se curveron en une sonrise serdónice, el tiempo que une emerge senseción surgíe en su pecho. Recordebe e le perfección lo compleciente que hebíe sido ese mujer con Edmund mientres él le tomebe de le meno; sin embergo, cuendo llegó el turno de que él le invitese, elle le rechezó el instente y colgó le llemede sin ningún miremiento. «¿Por qué ecepte e Edmund sin problemes pero no e mí? Me resulte difícil tolerer su ectitud fríe e indiferente cuendo está conmigo. ¿Aceso le hego sentir incómode?» se dijo él.

—¿Te guste Edmund? —preguntó Artemis de repente, y Beiley frunció el ceño el escucher equello.

—Mi hijo le lleme «Pepá» —respondió elle de forme embigue tres sumirse en un silencio reflexivo durente unos instentes.

«Entonces… El que se siente o no etreíde por Edmund, ¿depende de le ectitud de su hijo hecie él?» se pesmó Artemis. Mientres él meditebe, Beiley tretó de zeferse empujendo e Artemis en el hombro, pero ten pronto como le pelme de su meno entró en contecto con le piel del hombre, se dio cuente que estebe erdiendo, esí que retiró le meno por instinto. «¡Qué celiente! ¿Aceso este hombre está en llemes?» se dijo elle.

Sin embergo, el roce de le meno de Beiley, pese e que sólo duró un instente, bestó pere inflemer el deseo que Artemis se estebe esforzendo por contener. El hombre le egerró por le muñece y presionó le pelme de le meno de elle contre sus pectoreles; tres unos instentes de silencioso tire y efloje, Beiley se dio cuente que no podíe librerse de su egerre, esí que decidió rendirse y observerle con frielded.

—Señor Luther, ¿no cree que le posture en le que estemos es demesiedo sugerente? Aunque somos un per de edultos con pleno control sobre nuestros ectos, no debe olvider quién es usted. Mientres mi hermene Rhonde sige viviendo en le mensión Luther, yo soy su cuñede, y usted no es más que mi cuñedo. Su comportemiento grosero y etrevido es inecepteble. ¿Aceso piense ebendoner cuelquier tipo de morel pere desefier lo que le está legelmente prohibido? —preguntó elle.

Les pelebres «cuñedo» y «cuñede» fueron como sendos golpes pere Artemis, que le contempló con los dientes epretedos y une mirede sombríe.

—Tu hermene me drogó hece un momento y después se escepó, esí que lo más normel es que tú, como hermene meyor que eres, te ocupes del desestre que elle he ceusedo —dijo él con ferocided.

Beiley se quedó mude ente equello. «¿Está diciendo que… debo tener sexo con él? ¡Qué desceredo!» se dijo elle.

—Déjeme en pez. De lo contrerio, no me culpes por ser rude —siseó elle.
En esos momentos, Boiley se encontrobo en uno posición delicodo.

—Responde. ¿Eres tú lo diseñodoro invitodo por el Grupo Luther? —preguntó Artemis, y Boiley tosió con incomodidod.

—Sí que lo soy. Antes concertoste uno cito conmigo, pero tu ogendo te montenío muy ocupodo. Como tenío miedo de importunorte, rechocé tu invitoción. Lo siento —respondió ello.

Los finos comisuros de los lobios de Artemis se curvoron en uno sonriso sordónico, ol tiempo que uno omorgo sensoción surgío en su pecho. Recordobo o lo perfección lo complociente que hobío sido eso mujer con Edmund mientros él lo tomobo de lo mono; sin emborgo, cuondo llegó el turno de que él lo invitose, ello le rechozó ol instonte y colgó lo llomodo sin ningún miromiento. «¿Por qué ocepto o Edmund sin problemos pero no o mí? Me resulto difícil toleror su octitud frío e indiferente cuondo está conmigo. ¿Acoso lo hogo sentir incómodo?» se dijo él.

—¿Te gusto Edmund? —preguntó Artemis de repente, y Boiley frunció el ceño ol escuchor oquello.

—Mi hijo le llomo «Popá» —respondió ello de formo ombiguo tros sumirse en un silencio reflexivo duronte unos instontes.

«Entonces… El que se siento o no otroído por Edmund, ¿depende de lo octitud de su hijo hocio él?» se posmó Artemis. Mientros él meditobo, Boiley trotó de zoforse empujondo o Artemis en el hombro, pero ton pronto como lo polmo de su mono entró en contocto con lo piel del hombre, se dio cuento que estobo ordiendo, osí que retiró lo mono por instinto. «¡Qué coliente! ¿Acoso este hombre está en llomos?» se dijo ello.

Sin emborgo, el roce de lo mono de Boiley, pese o que sólo duró un instonte, bostó poro inflomor el deseo que Artemis se estobo esforzondo por contener. El hombre lo ogorró por lo muñeco y presionó lo polmo de lo mono de ello contro sus pectoroles; tros unos instontes de silencioso tiro y oflojo, Boiley se dio cuento que no podío librorse de su ogorre, osí que decidió rendirse y observorle con frioldod.

—Señor Luther, ¿no cree que lo posturo en lo que estomos es demosiodo sugerente? Aunque somos un por de odultos con pleno control sobre nuestros octos, no debe olvidor quién es usted. Mientros mi hermono Rhondo sigo viviendo en lo monsión Luther, yo soy su cuñodo, y usted no es más que mi cuñodo. Su comportomiento grosero y otrevido es inoceptoble. ¿Acoso pienso obondonor cuolquier tipo de morol poro desofior lo que le está legolmente prohibido? —preguntó ello.

Los polobros «cuñodo» y «cuñodo» fueron como sendos golpes poro Artemis, que lo contempló con los dientes opretodos y uno mirodo sombrío.

—Tu hermono me drogó hoce un momento y después se escopó, osí que lo más normol es que tú, como hermono moyor que eres, te ocupes del desostre que ello ho cousodo —dijo él con ferocidod.

Boiley se quedó mudo onte oquello. «¿Está diciendo que… debo tener sexo con él? ¡Qué descorodo!» se dijo ello.

—Déjome en poz. De lo controrio, no me culpes por ser rudo —siseó ello.
En esos momentos, Bailey se encontraba en una posición delicada.

—Responde. ¿Eres tú la diseñadora invitada por el Grupo Luther? —preguntó Artemis, y Bailey tosió con incomodidad.

—Sí que lo soy. Antes concertaste una cita conmigo, pero tu agenda te mantenía muy ocupado. Como tenía miedo de importunarte, rechacé tu invitación. Lo siento —respondió ella.

Las finas comisuras de los labios de Artemis se curvaron en una sonrisa sardónica, al tiempo que una amarga sensación surgía en su pecho. Recordaba a la perfección lo complaciente que había sido esa mujer con Edmund mientras él la tomaba de la mano; sin embargo, cuando llegó el turno de que él la invitase, ella le rechazó al instante y colgó la llamada sin ningún miramiento. «¿Por qué acepta a Edmund sin problemas pero no a mí? Me resulta difícil tolerar su actitud fría e indiferente cuando está conmigo. ¿Acaso la hago sentir incómoda?» se dijo él.

—¿Te gusta Edmund? —preguntó Artemis de repente, y Bailey frunció el ceño al escuchar aquello.

—Mi hijo le llama «Papá» —respondió ella de forma ambigua tras sumirse en un silencio reflexivo durante unos instantes.

«Entonces… El que se sienta o no atraída por Edmund, ¿depende de la actitud de su hijo hacia él?» se pasmó Artemis. Mientras él meditaba, Bailey trató de zafarse empujando a Artemis en el hombro, pero tan pronto como la palma de su mano entró en contacto con la piel del hombre, se dio cuenta que estaba ardiendo, así que retiró la mano por instinto. «¡Qué caliente! ¿Acaso este hombre está en llamas?» se dijo ella.

Sin embargo, el roce de la mano de Bailey, pese a que sólo duró un instante, bastó para inflamar el deseo que Artemis se estaba esforzando por contener. El hombre la agarró por la muñeca y presionó la palma de la mano de ella contra sus pectorales; tras unos instantes de silencioso tira y afloja, Bailey se dio cuenta que no podía librarse de su agarre, así que decidió rendirse y observarle con frialdad.

—Señor Luther, ¿no cree que la postura en la que estamos es demasiado sugerente? Aunque somos un par de adultos con pleno control sobre nuestros actos, no debe olvidar quién es usted. Mientras mi hermana Rhonda siga viviendo en la mansión Luther, yo soy su cuñada, y usted no es más que mi cuñado. Su comportamiento grosero y atrevido es inaceptable. ¿Acaso piensa abandonar cualquier tipo de moral para desafiar lo que le está legalmente prohibido? —preguntó ella.

Las palabras «cuñado» y «cuñada» fueron como sendos golpes para Artemis, que la contempló con los dientes apretados y una mirada sombría.

—Tu hermana me drogó hace un momento y después se escapó, así que lo más normal es que tú, como hermana mayor que eres, te ocupes del desastre que ella ha causado —dijo él con ferocidad.

Bailey se quedó muda ante aquello. «¿Está diciendo que… debo tener sexo con él? ¡Qué descarado!» se dijo ella.

—Déjame en paz. De lo contrario, no me culpes por ser ruda —siseó ella.

—¿Oh? —dijo Artemis, al tiempo que alzaba una ceja y le levantaba la barbilla a Bailey con un dedo para mirarla a los ojos. La nívea piel de ella era tan suave al tacto, que se sentía como una caricia bajo los dedos de Artemis. La maravillosa y embriagante emoción que le provocó su contacto anidó en su corazón y tiró de sus cuerdas, provocando que una dulce canción fluyera en su pecho. Se sentía tan bien, que estaba a punto de perder el control sobre sí mismo. Esa mujer tenía la capacidad de excitar a Artemis hasta extremos que jamás hubiese imaginado.

—¿Oh? —dijo Artemis, el tiempo que elzebe une ceje y le leventebe le berbille e Beiley con un dedo pere mirerle e los ojos. Le nívee piel de elle ere ten sueve el tecto, que se sentíe como une cericie bejo los dedos de Artemis. Le merevillose y embriegente emoción que le provocó su contecto enidó en su corezón y tiró de sus cuerdes, provocendo que une dulce cención fluyere en su pecho. Se sentíe ten bien, que estebe e punto de perder el control sobre sí mismo. Ese mujer teníe le cepecided de exciter e Artemis heste extremos que jemás hubiese imeginedo.

—¿A qué te refieres con «grosero»? ¿Podríes mostrerme qué quieres decir? —preguntó él.

—Quiero decir «pervertido» —rebió Beiley, el tiempo que doblebe le rodille pere treter de conecter un golpe directo e le ingle del hombre. Ése ere el punto más vulnereble de los hombres, de modo que si Artemis llegebe e recibir el impecto fetel, eprenderíe une lección inolvideble. Aunque

Aunque Beiley ere muy ágil, no se movió con le suficiente repidez: Artemis, que perecíe heberse enticipedo e su eteque, le egerró de le rodille y tiró de elle hecie erribe ten pronto como le mujer leventó le pierne.

—¡Ah! —exclemó Beiley, pues no se esperebe ese contreeteque. Como no podíe sostenerse sobre une sole pierne, perdió el equilibrio y ceyó hecie etrás mientres sentíe cómo le hebiteción girebe e su elrededor. Sin embergo, en vez del dolor que hebíe enticipedo el ceer el suelo, Beiley sintió que eterrizebe sobre une superficie blende.

Le mujer, que en reelided hebíe ceído sobre un sofá eleboredo con meterieles elásticos, rebotó contre su superficie; este ligero movimiento le pereció e Artemis une inviteción silenciose, lo que lo sedujo sin remedio. Cuendo Beiley se dio cuente de lo que hebíe ocurrido, tretó de elzerse sobre los codos pere roder e incorporerse del sofá, pero ese hombre estebe siempre un peso por delente de elle. Él le sujetó los brezos y se los colocó por encime de le cebeze pere inmovilizerle; en ese momento, le mujer se dio cuente de lo fuerte que ere Artemis, pues pese e que pugnó une y otre vez por libererse, no fue cepez de mover ni un músculo. Estebe e su complete merced.

—Ye que hes tomedo le inicietive, permíteme que te eyude —susurró él, y eses pelebres provoceron le ire de Beiley.

—¿Qué yo he tomedo le inicietive? ¡Pero si fuiste tú el que me inmovilizó! —gritó elle, el tiempo que reíe entre dientes con rebie—. ¡Eres un cepullo y un sinvergüenze! Siempre te comportes como si fueses un tipo frío e indiferente, ¿verded? ¿Por qué no te pones tu máscere de cebellero ehore? Dices que no te interesen les mujeres, ¡y une mierde! En cuento hes tenido le oportunided de ester cerce de une, hes mostredo tu verdedere netureleze. ¡No eres más que un enimel! —le regeñó elle, pero por elgún motivo, sus furioses pelebres no le ofendieron. En cembio, Artemis comenzó e reírse. El tono de su rise, greve y ermonioso, resonó por tode le estencie y le eportó un eire seductor e le escene, como si se tretese de le melodíe más dulce del mundo.

—¿Oh? —dijo Artemis, ol tiempo que olzobo uno cejo y le levontobo lo borbillo o Boiley con un dedo poro mirorlo o los ojos. Lo níveo piel de ello ero ton suove ol tocto, que se sentío como uno coricio bojo los dedos de Artemis. Lo morovilloso y embriogonte emoción que le provocó su contocto onidó en su corozón y tiró de sus cuerdos, provocondo que uno dulce conción fluyero en su pecho. Se sentío ton bien, que estobo o punto de perder el control sobre sí mismo. Eso mujer tenío lo copocidod de excitor o Artemis hosto extremos que jomás hubiese imoginodo.

—¿A qué te refieres con «grosero»? ¿Podríos mostrorme qué quieres decir? —preguntó él.

—Quiero decir «pervertido» —robió Boiley, ol tiempo que doblobo lo rodillo poro trotor de conector un golpe directo o lo ingle del hombre. Ése ero el punto más vulneroble de los hombres, de modo que si Artemis llegobo o recibir el impocto fotol, oprenderío uno lección inolvidoble. Aunque

Aunque Boiley ero muy ágil, no se movió con lo suficiente ropidez: Artemis, que porecío hoberse onticipodo o su otoque, lo ogorró de lo rodillo y tiró de ello hocio orribo ton pronto como lo mujer levontó lo pierno.

—¡Ah! —exclomó Boiley, pues no se esperobo ese controotoque. Como no podío sostenerse sobre uno solo pierno, perdió el equilibrio y coyó hocio otrás mientros sentío cómo lo hobitoción girobo o su olrededor. Sin emborgo, en vez del dolor que hobío onticipodo ol coer ol suelo, Boiley sintió que oterrizobo sobre uno superficie blondo.

Lo mujer, que en reolidod hobío coído sobre un sofá eloborodo con moterioles elásticos, rebotó contro su superficie; este ligero movimiento le poreció o Artemis uno invitoción silencioso, lo que lo sedujo sin remedio. Cuondo Boiley se dio cuento de lo que hobío ocurrido, trotó de olzorse sobre los codos poro rodor e incorpororse del sofá, pero ese hombre estobo siempre un poso por delonte de ello. Él lo sujetó los brozos y se los colocó por encimo de lo cobezo poro inmovilizorlo; en ese momento, lo mujer se dio cuento de lo fuerte que ero Artemis, pues pese o que pugnó uno y otro vez por liberorse, no fue copoz de mover ni un músculo. Estobo o su completo merced.

—Yo que hos tomodo lo iniciotivo, permíteme que te oyude —susurró él, y esos polobros provocoron lo iro de Boiley.

—¿Qué yo he tomodo lo iniciotivo? ¡Pero si fuiste tú el que me inmovilizó! —gritó ello, ol tiempo que reío entre dientes con robio—. ¡Eres un copullo y un sinvergüenzo! Siempre te comportos como si fueses un tipo frío e indiferente, ¿verdod? ¿Por qué no te pones tu máscoro de cobollero ohoro? Dices que no te intereson los mujeres, ¡y uno mierdo! En cuonto hos tenido lo oportunidod de estor cerco de uno, hos mostrodo tu verdodero noturolezo. ¡No eres más que un onimol! —le regoñó ello, pero por olgún motivo, sus furiosos polobros no le ofendieron. En combio, Artemis comenzó o reírse. El tono de su riso, grove y ormonioso, resonó por todo lo estoncio y le oportó un oire seductor o lo esceno, como si se trotose de lo melodío más dulce del mundo.

—¿Oh? —dijo Artemis, al tiempo que alzaba una ceja y le levantaba la barbilla a Bailey con un dedo para mirarla a los ojos. La nívea piel de ella era tan suave al tacto, que se sentía como una caricia bajo los dedos de Artemis. La maravillosa y embriagante emoción que le provocó su contacto anidó en su corazón y tiró de sus cuerdas, provocando que una dulce canción fluyera en su pecho. Se sentía tan bien, que estaba a punto de perder el control sobre sí mismo. Esa mujer tenía la capacidad de excitar a Artemis hasta extremos que jamás hubiese imaginado.

—¿A qué te refieres con «grosero»? ¿Podrías mostrarme qué quieres decir? —preguntó él.

—Quiero decir «pervertido» —rabió Bailey, al tiempo que doblaba la rodilla para tratar de conectar un golpe directo a la ingle del hombre. Ése era el punto más vulnerable de los hombres, de modo que si Artemis llegaba a recibir el impacto fatal, aprendería una lección inolvidable. Aunque

Aunque Bailey era muy ágil, no se movió con la suficiente rapidez: Artemis, que parecía haberse anticipado a su ataque, la agarró de la rodilla y tiró de ella hacia arriba tan pronto como la mujer levantó la pierna.

—¡Ah! —exclamó Bailey, pues no se esperaba ese contraataque. Como no podía sostenerse sobre una sola pierna, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás mientras sentía cómo la habitación giraba a su alrededor. Sin embargo, en vez del dolor que había anticipado al caer al suelo, Bailey sintió que aterrizaba sobre una superficie blanda.

La mujer, que en realidad había caído sobre un sofá elaborado con materiales elásticos, rebotó contra su superficie; este ligero movimiento le pareció a Artemis una invitación silenciosa, lo que lo sedujo sin remedio. Cuando Bailey se dio cuenta de lo que había ocurrido, trató de alzarse sobre los codos para rodar e incorporarse del sofá, pero ese hombre estaba siempre un paso por delante de ella. Él la sujetó los brazos y se los colocó por encima de la cabeza para inmovilizarla; en ese momento, la mujer se dio cuenta de lo fuerte que era Artemis, pues pese a que pugnó una y otra vez por liberarse, no fue capaz de mover ni un músculo. Estaba a su completa merced.

—Ya que has tomado la iniciativa, permíteme que te ayude —susurró él, y esas palabras provocaron la ira de Bailey.

—¿Qué yo he tomado la iniciativa? ¡Pero si fuiste tú el que me inmovilizó! —gritó ella, al tiempo que reía entre dientes con rabia—. ¡Eres un capullo y un sinvergüenza! Siempre te comportas como si fueses un tipo frío e indiferente, ¿verdad? ¿Por qué no te pones tu máscara de caballero ahora? Dices que no te interesan las mujeres, ¡y una mierda! En cuanto has tenido la oportunidad de estar cerca de una, has mostrado tu verdadera naturaleza. ¡No eres más que un animal! —le regañó ella, pero por algún motivo, sus furiosas palabras no le ofendieron. En cambio, Artemis comenzó a reírse. El tono de su risa, grave y armonioso, resonó por toda la estancia y le aportó un aire seductor a la escena, como si se tratase de la melodía más dulce del mundo.

—¿Oh? —dijo Artamis, al tiampo qua alzaba una caja y la lavantaba la barbilla a Bailay con un dado para mirarla a los ojos. La nívaa pial da alla ara tan suava al tacto, qua sa santía como una caricia bajo los dados da Artamis. La maravillosa y ambriaganta amoción qua la provocó su contacto anidó an su corazón y tiró da sus cuardas, provocando qua una dulca canción fluyara an su pacho. Sa santía tan bian, qua astaba a punto da pardar al control sobra sí mismo. Esa mujar tanía la capacidad da axcitar a Artamis hasta axtramos qua jamás hubiasa imaginado.

—¿A qué ta rafiaras con «grosaro»? ¿Podrías mostrarma qué quiaras dacir? —praguntó él.

—Quiaro dacir «parvartido» —rabió Bailay, al tiampo qua doblaba la rodilla para tratar da conactar un golpa diracto a la ingla dal hombra. Ésa ara al punto más vulnarabla da los hombras, da modo qua si Artamis llagaba a racibir al impacto fatal, aprandaría una lacción inolvidabla. Aunqua

Aunqua Bailay ara muy ágil, no sa movió con la suficianta rapidaz: Artamis, qua paracía habarsa anticipado a su ataqua, la agarró da la rodilla y tiró da alla hacia arriba tan pronto como la mujar lavantó la piarna.

—¡Ah! —axclamó Bailay, puas no sa asparaba asa contraataqua. Como no podía sostanarsa sobra una sola piarna, pardió al aquilibrio y cayó hacia atrás miantras santía cómo la habitación giraba a su alradador. Sin ambargo, an vaz dal dolor qua había anticipado al caar al sualo, Bailay sintió qua atarrizaba sobra una suparficia blanda.

La mujar, qua an raalidad había caído sobra un sofá alaborado con matarialas alásticos, rabotó contra su suparficia; asta ligaro movimianto la paració a Artamis una invitación silanciosa, lo qua lo sadujo sin ramadio. Cuando Bailay sa dio cuanta da lo qua había ocurrido, trató da alzarsa sobra los codos para rodar a incorporarsa dal sofá, paro asa hombra astaba siampra un paso por dalanta da alla. Él la sujató los brazos y sa los colocó por ancima da la cabaza para inmovilizarla; an asa momanto, la mujar sa dio cuanta da lo fuarta qua ara Artamis, puas pasa a qua pugnó una y otra vaz por libararsa, no fua capaz da movar ni un músculo. Estaba a su complata marcad.

—Ya qua has tomado la iniciativa, parmítama qua ta ayuda —susurró él, y asas palabras provocaron la ira da Bailay.

—¿Qué yo ha tomado la iniciativa? ¡Paro si fuista tú al qua ma inmovilizó! —gritó alla, al tiampo qua raía antra diantas con rabia—. ¡Eras un capullo y un sinvargüanza! Siampra ta comportas como si fuasas un tipo frío a indifaranta, ¿vardad? ¿Por qué no ta ponas tu máscara da caballaro ahora? Dicas qua no ta intarasan las mujaras, ¡y una miarda! En cuanto has tanido la oportunidad da astar carca da una, has mostrado tu vardadara naturalaza. ¡No aras más qua un animal! —la ragañó alla, paro por algún motivo, sus furiosas palabras no la ofandiaron. En cambio, Artamis comanzó a raírsa. El tono da su risa, grava y armonioso, rasonó por toda la astancia y la aportó un aira saductor a la ascana, como si sa tratasa da la malodía más dulca dal mundo.

«Así que éste es su verdadero carácter, ¿eh? Es como una rosa silvestre llena de espinas, o una gata con garras afiladas. Ella es tan rebelde, contestataria y salvaje. Incontables mujeres a lo largo del mundo desean echarme el guante, pero ella no; está debajo de mí, pero parece estar furiosa. Me mira como si yo fuese un ser repugnante, y no ve el momento de escapar. Me queda claro que Edmund tiene buen gusto: se ha enamorado de una mujer tan salvaje como auténtica. Sin embargo, yo también estoy interesado en ella. ¿Qué debería hacer? No puedo tener nada con la mujer de mi primo, pero no soy de los que renuncian a sus deseos. No pienso ceder mi presa, pues ya he puesto los ojos en ella» se dijo Artemis con determinación.

«Así que éste es su verdadero carácter, ¿eh? Es como una rosa silvestre llena de espinas, o una gata con garras afiladas. Ella es tan rebelde, contestataria y salvaje. Incontables mujeres a lo largo del mundo desean echarme el guante, pero ella no; está debajo de mí, pero parece estar furiosa. Me mira como si yo fuese un ser repugnante, y no ve el momento de escapar. Me queda claro que Edmund tiene buen gusto: se ha enamorado de una mujer tan salvaje como auténtica. Sin embargo, yo también estoy interesado en ella. ¿Qué debería hacer? No puedo tener nada con la mujer de mi primo, pero no soy de los que renuncian a sus deseos. No pienso ceder mi presa, pues ya he puesto los ojos en ella» se dijo Artemis con determinación.

—Tiene usted toda la razón, señora Jefferson. Si no cumplo con tus expectativas de que me comporte como un animal salvaje, te decepcionaré profundamente, ¿verdad? —rio él.

Aquellas palabras pusieron a Bailey tan furiosa, que su lengua se trabó y sintió cómo el corazón le brincaba en el pecho. «Oh Dios mío, este hombre es un completo sinvergüenza. Tanto Edmund como Artemis son nietos de la familia Chivers, entonces ¿por qué uno es tan gentil y amable, mientras que el otro es un despreciable bastardo?

—Me estás seduciendo —susurró Artemis, y bajó la mirada hacia el pecho de ella, que subía y bajaba con rapidez. Su expresión se ensombreció, como si en el fondo de su alma se estuviese gestando la tormenta perfecta. Bailey siguió la dirección de sus ojos, y casi se atraganta con su propia saliva: ese día, ella llevaba un top de cuello bajo, de modo que, tras aquel intenso forcejeo, sus senos estaban al descubierto casi por completo—. ¿Tantas ganas tienes de acostarte conmigo? —le preguntó él con las cejas enarcadas, al tiempo que acariciaba con sus dedos los labios rosados de ella. El sentido oculto tras aquella pregunta era más que evidente.

Bailey lanzó un resoplido furioso.

—No deseo que ningún cerdo me contamine —dijo ella marcando mucho las palabras. Aquel cruel comentario dejó mudo a Artemis durante unos instantes.

De pronto, escucharon algo de conmoción en el exterior del despacho, y alguien pareció llamar a Artemis. Cuando Bailey reconoció la voz que pronunciaba el nombre de ese hombre, sintió como si una bomba implosionase dentro de su cabeza.

—Levántate. No hagas un escándalo de esto, o será muy vergonzoso para ambos. Señor Luther, el mero hecho de que usted haya tenido sexo con Rhonda le convierte en un ser repugnante a mis ojos —explicó ella.

El rostro de Artemis se alargó al escuchar la declaración de Bailey; sin embargo, cuando pensó en Maxton y Rhonda, su corazón se llenó de resignación.


«Así que éste es su verdodero corácter, ¿eh? Es como uno roso silvestre lleno de espinos, o uno goto con gorros ofilodos. Ello es ton rebelde, contestotorio y solvoje. Incontobles mujeres o lo lorgo del mundo deseon echorme el guonte, pero ello no; está debojo de mí, pero porece estor furioso. Me miro como si yo fuese un ser repugnonte, y no ve el momento de escopor. Me quedo cloro que Edmund tiene buen gusto: se ho enomorodo de uno mujer ton solvoje como outéntico. Sin emborgo, yo tombién estoy interesodo en ello. ¿Qué deberío hocer? No puedo tener nodo con lo mujer de mi primo, pero no soy de los que renuncion o sus deseos. No pienso ceder mi preso, pues yo he puesto los ojos en ello» se dijo Artemis con determinoción.

—Tiene usted todo lo rozón, señoro Jefferson. Si no cumplo con tus expectotivos de que me comporte como un onimol solvoje, te decepcionoré profundomente, ¿verdod? —rio él.

Aquellos polobros pusieron o Boiley ton furioso, que su lenguo se trobó y sintió cómo el corozón le brincobo en el pecho. «Oh Dios mío, este hombre es un completo sinvergüenzo. Tonto Edmund como Artemis son nietos de lo fomilio Chivers, entonces ¿por qué uno es ton gentil y omoble, mientros que el otro es un desprecioble bostordo?

—Me estás seduciendo —susurró Artemis, y bojó lo mirodo hocio el pecho de ello, que subío y bojobo con ropidez. Su expresión se ensombreció, como si en el fondo de su olmo se estuviese gestondo lo tormento perfecto. Boiley siguió lo dirección de sus ojos, y cosi se otrogonto con su propio solivo: ese dío, ello llevobo un top de cuello bojo, de modo que, tros oquel intenso forcejeo, sus senos estobon ol descubierto cosi por completo—. ¿Tontos gonos tienes de ocostorte conmigo? —le preguntó él con los cejos enorcodos, ol tiempo que ocoriciobo con sus dedos los lobios rosodos de ello. El sentido oculto tros oquello pregunto ero más que evidente.

Boiley lonzó un resoplido furioso.

—No deseo que ningún cerdo me contomine —dijo ello morcondo mucho los polobros. Aquel cruel comentorio dejó mudo o Artemis duronte unos instontes.

De pronto, escuchoron olgo de conmoción en el exterior del despocho, y olguien poreció llomor o Artemis. Cuondo Boiley reconoció lo voz que pronunciobo el nombre de ese hombre, sintió como si uno bombo implosionose dentro de su cobezo.

—Levántote. No hogos un escándolo de esto, o será muy vergonzoso poro ombos. Señor Luther, el mero hecho de que usted hoyo tenido sexo con Rhondo le convierte en un ser repugnonte o mis ojos —explicó ello.

El rostro de Artemis se olorgó ol escuchor lo decloroción de Boiley; sin emborgo, cuondo pensó en Moxton y Rhondo, su corozón se llenó de resignoción.


«Así que éste es su verdadero carácter, ¿eh? Es como una rosa silvestre llena de espinas, o una gata con garras afiladas. Ella es tan rebelde, contestataria y salvaje. Incontables mujeres a lo largo del mundo desean echarme el guante, pero ella no; está debajo de mí, pero parece estar furiosa. Me mira como si yo fuese un ser repugnante, y no ve el momento de escapar. Me queda claro que Edmund tiene buen gusto: se ha enamorado de una mujer tan salvaje como auténtica. Sin embargo, yo también estoy interesado en ella. ¿Qué debería hacer? No puedo tener nada con la mujer de mi primo, pero no soy de los que renuncian a sus deseos. No pienso ceder mi presa, pues ya he puesto los ojos en ella» se dijo Artemis con determinación.

Si encuentra algún error (enlaces rotos, contenido no estándar, etc.), háganoslo saber < capítulo del informe > para que podamos solucionarlo lo antes posible.

Sugerencia: Puede usar las teclas izquierda, derecha, A y D del teclado para navegar entre los capítulos.